lunes, 21 de julio de 2014

El hombre que desapareció

Compartimos con ustedes el cuento El hombre que desapareció del escritor italiano Gabriele Romagnoli, que se encuentra en su obra Navi in Bottiglia, una colección de cuentos cortos que desatan la imaginación y la llenan de probabilidad. Seguiremos publicando cuentos de este autor como ya lo hemos hecho antes, para deleite de nuestros lectores.

El hombre que desapareció


Comenzó cortándose el cabello. Cortísimo. Apenas se le veía obscura la cabeza. Después se cortó las uñas, tanto hasta el punto de lastimarse. Comió menos, mucho menos. Irremediablemente adelgazó. Empezó a usar ropa ajustada, oscura, casi siempre negra. Se mudó de ciudad. Se dejó olvidar por su familia y amigos. Caminaba por las calles y nadie lo saludaba. Nada de teléfono, ni buzón de correo, ni nombre en la placa de la puerta. Le donó un riñón a un empleado postal enfermo de cáncer. Tiró a la basura sus lentes: si él no podía ver el mundo, el mundo podría vivir sin verlo a él. No volvió a salir de día. Solitario atravesaba la noche, esquivando los sueños que caían, pegado hacia los muros del silencio. 

Se volvió sueño y silencio. Para dejar de ser, dejar de hablar y dejar de oír. No volvió a pensar en la existencia de nadie, y nadie volvió a pensar en la de él. Cubrió los espejos. Rompió todas sus fotografías, borró cada línea que hubiera escrito, cualquier huella que hubiera dejado. Se olvidó de todo, hasta de sí mismo. Una mañana despertó y no se encontró. Vio la cama vacía,  sin ninguna marca en la sábana ni en la almohada, sin ningún sueño o pesadilla en el ambiente. Había desaparecido. Se había salido de la vida, se había escapado de la cárcel del ser, independiente, liberado, inexistente. No estaba y era feliz por ello. Desde su pedazo de nulidad, vio entrar en la recámara a un hombre y a una mujer abrazados que se aventaron a la cama, e hicieron el amor con pasión y dulzura. Con terror se vio precipitándose en el cuerpo de ella. Y supo que la tregua había terminado, la vida lo estaba recuperando dándole otro cuerpo, otra cárcel, otra ocasión desafortunada. 

         L’uomo che scomparve

Cominciò tagliandosi i capelli. Cortissimi. Appena gli coloravano di scuro il capo. Poi tagliò le unghie, tanto da farsi male. Mangiò meno, molto meno. Inevitabilmente, dimagrì. Si mise a portare solo vestiti attillati, scuri, quasi sempre neri. Cambiò città, si fece dimenticare da parenti e amici. Camminava per strada e nessuno lo salutava. Niente telefono, cassetta della posta, targa col nome sul campanello. Donò un rene a un impiegato postale malato di cancro. Getto via gli occhiali: se lui non vedeva il mondo, il mondo poteva smettere di vedere lui. Nonn uscì più di giorno. Attraversava solo la notte, scansando i sogni cadenti, rasentando i muri del silenzio. Si fece sogno e silenzio. Pur di non essere più, di non parlare nè ascoltare. Non pensò più a nessuno che esistesse, e nessuno lo pensò. Coprì gli specchi. Stracciò tutte le sue fotografie, ogni riga che aveva scritto, ogni traccia che aveva lasciato. Si dimenticò di tutto, anche di se stesso. Una mattina si svegliò e non si trovò. Guardò nel letto vuoto, senza impronta sul lenzuolo o sul cuscino, senza un sogno o un incubo sospeso nell’aria. Era scomparso. Era uscito dalla vita, scappato dalla gabbia dell’essere, libero, affrancato, inesistente. Non c’era, ed era felice per questo. Dal suo grumo di nulità vide un uomo e una donna entrare nella stanza abbriacciati, gettarsi sul letto, fare l’amore con rabbia e dolcezza. Con terrore vide che lui precipitava nel corpo di lei. E sentì che la tregua era finita, la vita se lo stava riprendendo, dandogli un altro corpo, un’altra gabbia, un’altra maledetta occasione.



Texto: Mónica Badillo

La margarita

Les presentamos la traducción de Say Bonjour para el cuento The Daisy, original de Hans Christian Andersen, famoso por cuentos como El patito feo, entre más de 180 que escribió a lo largo de su carrera.


La margarita

¡Escuchen bien lo que les voy a contar! Allá en la campiña, junto al camino, hay una casa de campo, que de seguro han visto alguna vez. En frente tiene un jardincito con flores y una cerca pintada. Ahí cerca, en la zanja, en medio del hermoso y verde césped, crecía una pequeña margarita, a la que el sol enviaba sus cálidos rayos con la misma generosidad que a las grandes y hermosas flores del jardín; y así crecía ella de hora en hora. Ahí estaba una mañana, con sus pequeños y blanquísimos pétalos bien abiertos como rayos en torno al solecito amarillo que tienen en su centro las margaritas. No le preocupaba que nadie la viera entre la hierba, ni ser una pobre flor insignificante; se sentía feliz y, de frente al sol, estaba mirándolo mientras escuchaba el alegre canto de la alondra en el aire.


La pequeña margarita era tan feliz como si fuera día de fiesta, sin embargo, era lunes. Todos los niños estaban en la escuela, y mientras ellos estudiaban sentados en sus bancos, ella, recargada sobre su verde tallo, aprendía a conocer la bondad de Dios en el calor del sol y en la belleza de todo lo que la rodeaba, y se imaginaba que la alondra cantaba aquello mismo que ella sentía en el corazón; y la margarita miró con una especie de respeto a la feliz ave que sabía cantar y volar, pero sin sentir amargura por no poder hacerlo también ella.

«¡Puedo ver y oír! -pensaba-; el sol me baña y el viento me besa. ¡He sido bendecida!».

En el jardín vivían muchas flores aristócratas y tiesas; entre menos perfumadas eran, más presumían. Las peonias se hinchaban para parecer más grandes que las rosas; pero no es el tamaño lo que importa. Los tulipanes exhibían colores maravillosos; bien lo sabían y por eso se erguían todo lo posible para llamar la atención. No volteaban a ver a la humilde margarita de allá fuera, que los miraba, y pensaba: «¡Qué ricos y hermosos son! ¡Seguramente vienen a visitarlos las aves más espléndidas! ¡Qué suerte estar tan cerca; así podré ver toda la fiesta!». Y mientras pensaba esto, «¡pío pío!», bajó la alondra volando, pero no hacia las peonias o los tulipanes, sino hacia el césped, donde estaba la pequeña margarita, que tembló de alegría, y no sabía qué pensar.
La pequeña ave revoloteaba a su alrededor, cantando: «¡Qué suave es el césped! ¡Qué linda florecita, de corazón de oro y vestido de plata!». Porque, realmente, el punto amarillo de la margarita parecía de oro, y sus diminutos pétalos que la rodeaban eran como plata.

Nadie podría imaginar la alegría de la margarita. El pájaro la besó con el pico, le cantó, levantó el vuelo y se perdió en el cielo azul. Pasó un cuarto de hora antes de que la flor se repusiera de su sorpresa. Un poco avergonzada, pero en el fondo llena de gusto, miró a las demás flores del jardín; quienes habían presenciado el honor de que había sido objeto, sin duda comprenderían su alegría. Los tulipanes continuaban tan arrogantes como antes, pero tenían las caras de enojo estaban y coloradas, pues la escena les había molestado. Las peonias tenían la cabeza hinchada. ¡Suerte que no podían hablar! La margarita habría oído cosas muy desagradables. La pobre se dio cuenta del malhumor de las demás, y lo sentía en el alma.

De pronto apareció en el jardín una muchacha con un gran cuchillo, afilado y reluciente, y, se dirigió hacia los tulipanes, y los cortó uno tras otro. «¡Qué horror! -suspiró la margarita-. ¡Ahora sí que todo ha terminado para ellos!». La muchacha se alejó con los tulipanes, y la margarita estaba feliz de estar fuera en el césped y de ser una humilde flor. Sintió gratitud por su suerte, y cuando el sol se puso, cerró sus hojas para dormir, y toda la noche soñó con el sol y el pajarillo.

A la mañana siguiente, cuando la margarita, feliz, abrió de nuevo al aire y a la luz sus blancos pétalos como si fuesen diminutos brazos, reconoció la voz del ave; pero la canción que cantaba se escuchaba triste. Sí ¡la pobre alondra tenía buenos motivos  para estar triste! La habían atrapado y estaba prisionera en una jaula junto a la ventana abierta. Cantaba la dicha de volar y de ser libre; cantaba a los verdes sembradíos de los campos y a los viajes maravillosos que hiciera en el aire infinito llevada por sus alas. ¡La pobre ave estaba muy triste encerrada en la jaula!

¡La pequeña margarita deseaba poder ayudarla! Pero, ¿qué podía hacer? No se le ocurría nada. Se olvidó de la belleza que la rodeaba, del calor del sol y de la blancura de sus hojas; sólo sabía pensar en el pájaro cautivo, por el cual nada podía hacer.

De pronto salieron dos niños del jardín; uno de ellos llevaba un cuchillo grande y afilado, como el que usó la niña para cortar los tulipanes. Fueron directo hacia la margarita, que no podía entender su propósito.

-Podríamos cortar aquí un buen trozo de pasto para la alondra -dijo uno, poniéndose a recortar un cuadrado alrededor de la margarita, de modo que la flor quedó en el centro.

-¡Arranca la flor! -dijo el otro, y la margarita se estremeció de pánico, pues si la arrancaban moriría, y ella deseaba vivir, para que la llevaran con el césped a la jaula de la alondra encarcelada.

-No, déjala -dijo el primero-; e ve más bonito así.

Y sí fue como la margarita se quedó con la hierba y la llevaron a la jaula de la alondra. Pero la infeliz avecilla seguía llorando su cautiverio, y no cesaba de golpear con las alas los alambres de la jaula. La pequeña margarita no sabía pronunciar una sola palabra de consuelo, por más que lo quisiera. De este modo transcurrió toda la mañana.

«¡No tengo agua! -exclamó la alondra prisionera-. Todos se han ido, y se olvidaron de ponerme una gota para beber. Tengo la garganta seca y ardiente, me ahogo, tengo temperatura, y el aire es muy pesado. ¡Ay, me moriré, lejos del sol, de la fresca hierba, y de todas las maravillas que Dios ha creado!», hundió el pico en el césped, para reanimarse un poquitín con su humedad. Entonces miró fijamente a la margarita, y, la saludo con la cabeza y dándole un beso con el pico, dijo: ¡También tú te marchitarás aquí, pobre florecita! Tú y este puñado de hierba verde es todo lo que me han dejado de ese mundo inmenso que era mío. Cada pequeño tallo de hierba ha de ser para mí un gran árbol verde, y cada una de tus aromáticas hojas, una gran flor. ¡Ah, tú me recuerdas lo mucho que he perdido!

«¡Si tan sólo pudiera consolarla!», pensaba la margarita, sin lograr mover un pétalo; pero el aroma que exhalaban sus hojas era más intenso de lo normal en estas flores. La alondra se dio cuenta de ello, aunque sentía que se desmayaba de sed y que en su dolor arrancaba las hojas tiernas del pasto, no tocó a la flor.

Llegó el atardecer, y nadie vino a traer una gota de agua a la pobre ave. Éste extendió las lindas alas y las sacudió frenéticamente; su canto se redujo a un melancólico «¡pío, pío!»; agachó la cabeza hacia la flor y su corazón se quebró, de miseria y nostalgia. La flor no pudo, como la noche anterior, cerrar sus pétalos, y quedó con la cabeza colgando, enferma y triste.

Los niños aparecieron hasta la mañana siguiente, y al ver el pájaro muerto se echaron a llorar. Lloraron muchas lágrimas, le excavaron una primorosa tumba, que adornaron con pétalos de flores. Colocaron el cuerpo del ave en una hermosa caja roja, pues pensaron en hacerle un entierro real. Mientras el ave vivió y cantó se olvidaron de él, dejaron que sufriera en la jaula; en cambio, ahora que estaba muerto tenía adornos y muchas lágrimas.

El pedazo de césped con la margarita lo arrojaron a la carretera; nadie pensó en aquella pequeña flor que tanto había sufrido por el ave, y que habría dado todo por poder consolarla.

Para consultar la versión original, da clic en este enlace http://www.bartleby.com/17/3/9.html