Siguió
sucediendo pero cada vez con más frecuencia. Tenía siete años y estaba
sentado sobre unas rocas, cerca de la casa de la playa cuando un olor acre a
humo lo golpeó. Volteó hacia la blanca villa con fachada hacia la playa y
simplemente dijo: “Se va a quemar”. Su
hermano, quien ya había olvidado el primer episodio, no le hizo caso y se
aventó a nadar al mar. Nadaba lejos de la orilla cuando vio las grandes llamas
devorando la madera junto con la vida de sus padres dormidos. Con el paso del
tiempo, su olfato se afinó: lograba oler hasta sucesos lejanos. Con semanas de
anticipación, sintió el perfume de la mujer de su vida. Cuando la vio, la
reconoció por instinto, literalmente. Después de tres años de matrimonio, se
despertó con el olor de una loción de afeitar sobre su almohada, una que nunca
había usado; comprendió que otro hombre vendría a traérsela. Su hermano lo miró
perplejo: ¿Pero por qué si tienes esta capacidad, nunca la has usado para evitar
los problemas a tiempo?” Levantó ligeramente los hombros. “Un detector de metales
para nada mueve los objetos, sólo sabe dónde están cuando es necesario”. “¿Y
ahora?”, le preguntó su hermano, “¿hueles algo?” “No, nada, no huelo nada desde
hace meses”. “¿Ya perdiste tus poderes?” “No, para nada”, respondió con una sonrisa
que pertenecía a otro tiempo. “No creo que sea así, el olor a la nada nunca había
sido tan fuerte como cuando nos subimos a este avión”.
Traducción: Mónica Badillo