Compartimos con ustedes el cuento El hombre que desapareció del escritor italiano Gabriele Romagnoli, que se encuentra en su obra Navi in Bottiglia, una colección de cuentos cortos que desatan la imaginación y la llenan de probabilidad. Seguiremos publicando cuentos de este autor como ya lo hemos hecho antes, para deleite de nuestros lectores.
El hombre que
desapareció
Comenzó cortándose el cabello.
Cortísimo. Apenas se le veía obscura la cabeza. Después se cortó las uñas, tanto
hasta el punto de lastimarse. Comió menos, mucho menos. Irremediablemente
adelgazó. Empezó a usar ropa ajustada, oscura, casi siempre negra. Se mudó de
ciudad. Se dejó olvidar por su familia y amigos. Caminaba por las calles y
nadie lo saludaba. Nada de teléfono, ni buzón de correo, ni nombre en la placa
de la puerta. Le donó un riñón a un empleado postal enfermo de cáncer. Tiró a
la basura sus lentes: si él no podía ver el mundo, el mundo podría vivir sin
verlo a él. No volvió a salir de día. Solitario atravesaba la noche, esquivando
los sueños que caían, pegado hacia los muros del silencio.
Se volvió sueño y
silencio. Para dejar de ser, dejar de hablar y dejar de oír. No volvió a pensar
en la existencia de nadie, y nadie volvió a pensar en la de él. Cubrió los
espejos. Rompió todas sus fotografías, borró cada línea que hubiera escrito,
cualquier huella que hubiera dejado. Se olvidó de todo, hasta de sí mismo. Una
mañana despertó y no se encontró. Vio la cama vacía, sin ninguna marca en la sábana ni en la
almohada, sin ningún sueño o pesadilla en el ambiente. Había desaparecido. Se
había salido de la vida, se había escapado de la cárcel del ser, independiente,
liberado, inexistente. No estaba y era feliz por ello. Desde su pedazo de
nulidad, vio entrar en la recámara a un hombre y a una mujer abrazados que se
aventaron a la cama, e hicieron el amor con pasión y dulzura. Con terror se vio
precipitándose en el cuerpo de ella. Y supo que la tregua había terminado, la
vida lo estaba recuperando dándole otro cuerpo, otra cárcel, otra ocasión
desafortunada.
L’uomo che scomparve
Cominciò tagliandosi i capelli. Cortissimi. Appena gli coloravano di scuro
il capo. Poi tagliò le unghie, tanto da farsi male. Mangiò meno, molto meno. Inevitabilmente,
dimagrì. Si mise a portare solo vestiti attillati, scuri, quasi sempre neri.
Cambiò città, si fece dimenticare da parenti e amici. Camminava per strada e
nessuno lo salutava. Niente telefono, cassetta della posta, targa col nome sul
campanello. Donò un rene a un impiegato postale malato di cancro. Getto via gli
occhiali: se lui non vedeva il mondo, il mondo poteva smettere di vedere lui.
Nonn uscì più di giorno. Attraversava solo la notte, scansando i sogni cadenti,
rasentando i muri del silenzio. Si fece sogno e silenzio. Pur di non essere
più, di non parlare nè ascoltare. Non pensò più a nessuno che esistesse, e
nessuno lo pensò. Coprì gli specchi. Stracciò tutte le sue fotografie, ogni
riga che aveva scritto, ogni traccia che aveva lasciato. Si dimenticò di tutto,
anche di se stesso. Una mattina si svegliò e non si trovò. Guardò nel letto
vuoto, senza impronta sul lenzuolo o sul cuscino, senza un sogno o un incubo
sospeso nell’aria. Era scomparso. Era uscito dalla vita, scappato dalla gabbia
dell’essere, libero, affrancato, inesistente. Non c’era, ed era felice per questo.
Dal suo grumo di nulità vide un uomo e una donna entrare nella stanza
abbriacciati, gettarsi sul letto, fare l’amore con rabbia e dolcezza. Con
terrore vide che lui precipitava nel corpo di lei. E sentì che la tregua era
finita, la vita se lo stava riprendendo, dandogli un altro corpo, un’altra
gabbia, un’altra maledetta occasione.
Texto: Mónica Badillo
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